Viernes, 20 de mayo de 2.011.

Ha transcurrido una semana desde la última vez que escribí, lo que no implica ausencia de novedades. Al contrario, las manifestaciones que tanto temo son cada vez más frecuentes, hasta el punto de haber alcanzado un continuo sobresalto, con o sin motivos, pues la situación ha llegado al extremo de intentar constantemente adivinar dónde encontraré la próxima sorpresa.

Nunca hubiera pensado que la cita con el psiquiatra pudiera ser tan pronto. Estuve hablando un rato con él, centrándome en los síntomas, pues supuse que sería lo que más le interesaba. No le dije que pensaba que lo que veía era real. Tampoco le dije lo contrario. Fui sincero. Entiendo que estaba allí para descartar una posible enfermedad, o para tratarla adecuadamente, por lo que mentir no haría más que perjudicarme. Eso lo tengo muy claro después de haber visto a mi madre.

Le he pedido sinceridad y, aunque en principio no quería decirme las posibles causas de mis vivencias, al insistir accedió, dejando muy claro que sólo son posibilidades a descartar, y que lo más probable es que lo haya heredado. No obstante, quiere descartar un tumor que, en su opinión, podría producir los mismos síntomas que le he descrito. Yo no lo había considerado, y ahora sigo sin creerlo, pero las pruebas que me tienen que hacer lo aclararán. La semana que viene me harán un escáner, y alguna otra cosa que no recuerdo, para determinar si la actividad de mi cerebro es normal o no.

Evito pensar en todo esto, aunque me cuesta conseguirlo. La historia del «El Zurrones» se ha convertido en algo tangible en lo que mantenerme ocupado. Antes me habría reído de la posibilidad de que el pueblo tuviera un fantasma. Ahora hace bastante tiempo que ya no me río de nada. He pensado mucho cómo investigarlo. Volví a hablar con la panadera, pero no conseguí que añadiera nada nuevo. Anteayer, miércoles, me dediqué a buscar en la prensa local de la época.

No fue fácil. No está digitalizada, y faltan ejemplares. Encontré algunas referencias, e incluso una fotografía. No me gustaron sus ojos. La noticia más completa daba poca información sobre sus delitos. Natural de un pueblo de Cáceres, llegó aquí huyendo de la Guardia Civil. Era una persona pendenciera, amiga de lo ajeno. Pequeños hurtos se intercalaban con peleas y trifulcas. Una de ellas lo llevó a la cárcel, donde, enzarzado en una nueva riña, le marcaron su más famosa seña de identidad: una cicatriz en la frente, sobre el ojo izquierdo, hasta la mejilla. Parecía hecha con una navaja o algo similar, y era sorprendente que no hubiera perdido el ojo con una herida así. Parecía disfrutar haciendo daño.

No me sorprendí al no encontrar nada sobre su desaparición, pues no hay una fecha significativa para algo así. Simplemente, se le empezó a echar de menos, y nunca más se supo.

Sé que esta búsqueda no me servirá de nada. Si alguna vez existió el fantasma, hace mucho que también desapareció. Los lugareños no me brindan colaboración alguna, y prefiero no insistir. Me da la sensación de que murmuran a mis espaldas, de que todos me miran. Si los miro a ellos, desvían la vista, y tratan de disimular. Se cambian de acera, me eluden.

Y no me extraña. Pero no me engañan. Estoy alerta y, si intentan algo contra mí, me encontrarán preparado.

De nuevo hay huellas negras en las paredes. Casi me he acostumbrado a que aparezcan o se desvanezcan cuando menos lo espero. Voy a intentar dormir; espero conseguirlo, lo necesito.

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